Me harté de él
Advertencia: «Me harté de él» hace mención de canibalismo que puede parecer grotesco para algunos lectores.
Nos conocimos a los 25 años, después de un par de años de noviazgo nos casamos. Logramos vivir muy bien. Durante la noche, cenábamos, luego veíamos la tele por un rato o nos íbamos a dormir. Todo era muy simple, todo estaba bien.
Un día de febrero, él me anunció que se había inscrito a unos cursos de cocina, uno de cocina mediterránea y el otro de comida saludable.
La idea de los cursos me pareció muy buena, pues eso ayudaría a aumentar su recetario y al final la que se vería beneficiada sería yo. He de decir que su cocina no es tan buena, a veces cocinaba increíblemente pero a veces pasaban meses a hasta que le saliera algo decente de nuevo.
El segundo de los cursos fue el que más lo incentivo, y el que más me fregó a mí. Primero, empezó a reducir las grasas, lo que implicó que ya no hacíamos churrascos los domingos. Las frituras estaban recluidas en la memoria. Pero lo que me dolió más fue que me forzó a dejar fue las pastas, los panes y las papas.
En los últimos meses me habían transformado a una vegetariana con tendencias veganas. Yo intenté revelarme ante esta situación pero se me armó la cuestión más horrible que allá vivido. Él empezó a llorar a mares alegando de que a mí nunca me había gustado su cocina y todo el esfuerzo que él había puesto en recibir los cursos era un desperdició. Al punto que hasta me sacó a colación que había dejado de trabajar por los benditos cursos de cocina.
El acuerdo al que llegamos fue que yo me podía dar unas escapaditas de la dieta, pero que yo tenía que cuidar mi salud y no excederme de ellas.
Basándome en el acuerdo al que llegamos, yo ideé un plan. Este consistía en sacarlo de la casa el domingo completo. De esta manera yo podía ver el partido de futbol, cocinarme un par de chuletas a mi modo y tomar un par de cervezas sin que el estuviera en la casa haciendo caras o comentarios.
Llegó el domingo. El partido empezaba a las 2 de la tarde y el tenía que estar en la casa de su papá desde las 10:30 a. m. Yo tenía el tiempo del mundo para ir al súper, cocinarme las chuletas y tomar un par de cervezas y para cuando el regresará, a las 5:00 p. m. yo ya tendría todo limpio. Inclusive tenía previsto empezar a cocinar la cena.
Lo bueno estaba empezando, mi cerveza estaba en la mesa del comedor y las chuletas estaban cayendo a la sartén. Pero lo bueno no continuó, mi esposo entró a la casa. Al ver la cerveza sobre la mesa empezó a gritar mi nombre a todo pulmón. ¡Susana! ¡Susana! Los gritos fueron acercándose hasta que llegaron a la cocina y vio las chuletas friéndose. En un ataque de histeria el agarró mi cerveza y la dejó ir en el lavadero. Alegando que lo hacia por mi salud. Las chuletas las llenó de vinagre y las tiro al basurero junto con mi esperanza de alegría del fin de semana.
Eso fue mi domingo, mi idea de futbol, chelas y chuletas se esfumó. Aún más la boca de mi esposo no paraba RACARA-RACARA-RACARA. Mi mente estaba en otro lado, escapando la realidad. Una frase logró regresarme a la estridencia de la realidad: «Sí, tus chelas, tus chuletas y tu futbol se fueron a la basura». En ese momento mi mano derecha apretó el mango del satén de hierro forjado donde cocinaba las chuletas. Mi mente se inundó de odio, intenté contar para calmarme pero llegué a cien en un instante. Sin decir nada mi brazo derecho dio la respuesta. Se levantó a manera de un upper cut con el sartén empuñado. El golpe impactó a media barbilla de mi esposo. Tal fue la furia que llevaba mi golpe que sus pies se despegaron del suelo unos 7 centímetros.
Verlo allí, tirado en el suelo, no me dio ni tristeza ni alegría, solo pensaba en mis chelas y mis chuletas. Le tomé el pulso con mis dedos en su cuello y pensé en el caldo de la abuela. Ese exquisito caldo de sesos que tenía años sin probar. Saqué la sierra del gabinete de las herramientas y la lavé. Luego, empecé acortar el cráneo. Extraje lo más que pude del cerebro, incluyendo el hipotálamo y lo puse en una olla. Agregue apio, cebolla y papas. No tenía zanahorias si no también las hubiera agregado a la olla.
Limpiando el relajo que había hecho pelando las papas vi en el basurero mis dos chuletas. Yo sabía que no podía sacar ni media chuleta de mi esposo, pero si podía sacar un par de bistecs para hacerlos a la plancha. ¡Que rico! —pensé— con cebolla y un poquito de salsa chimichurri. Saqué el cuchillo de carnicero de la gaveta y empecé a rodajear los filetes del muslo y de la nalga. Buscaba ver cual tenía la mejor ternura.
La nalga fue primero. El olor que emanó del sartén fue maravilloso, carne fresca cocinándose. No era un olor que mi nariz sintió antes. No era cerdo. No era pollo. No era caballo. Era carne propia, carne viva, carne fresca. Mi existencia en la tierra había sido banal hasta este momento. El momento que probé el primer pedazo de muslo me llevó a la gloria. Pero el pedazo de nalga fue aun mejor, nirvana absoluta. Estos cortes eran mejores que entraña de ternero. Suave como el pescado, con un gran sabor único e indescriptible. Altamente recomendable para el paladar de buen gusto.
No me bastó con los filetes de muslo y nalga, y el caldo, tuve que repetir un par de veces hasta que me harté de él.
Sobre «Me harté de él»
Me harté de él es un cuento más de temporada para Halloween que juega con el doble significado de la palabra hartar. Advertencia el cuento narra canibalismo.
Sobre la serie «Historias sin futuro»
Para marzo del 2018 les traigo la serie «Historias sin futuro». Una colección de narraciones cortas que describen a personas o situaciones. Estas narraciones las empecé a escribir con la intención de practicar, de ejercitar los músculos creativos y generar un proceso con la esperanza de que se convierta en hábito. Les agradezco su visita y como lo he hice con los post de enero y febrero voy a recopilarlos en un chapbook para que ustedes puedan descargar.
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